Aurelio
(Un encanto de mosquito)
Autor: Elisabet Pilliez
los que habían apodado “mosquitos”. Este “Título poco noble”, se lo había dado un buen señor, mientras era picado por más de 50 mosquitos a la vez. Éste, asociando cada pinchazo con un flechazo de moschetto, dijo: -¡Mosquitos! ¡Mosquitos!1*.- Mientras corría para esconderse no sabía bien de qué.
¡Ah!...
Porque una de las particularidades de estos bichis, ¡es que eran
transparentes!
En
esta gran familia de bichitos vivía Aurelio. Un mosquito adorable, simpático,
cariñoso, muy inteligente e inventor. Había creado el primer propulsor con
tela, que le pidió prestado a la araña y nunca se la devolvió. También era
inquieto, movedizo y parlanchín. Se la pasaba todo el día de aquí para allá y
de allá para acá. Cierto era que a todos le daba gusto charlar con él. Se decía
que Aurelio hablaba tanto, que hablaba hasta con sus patas.
Juntos
la pasaban genial. Hacían trabajos para la comunidad, jugaban, inventaban
historias locas, pintaban, reían y hasta compartían pequeñas travesuras. Por
ejemplo: les chistaban a los escarabajos o a la cigarra durante su siesta y
después se quedaban quietos para no ser descubiertos. Pero Aurelio no aguantaba
la risa, así que siempre los descubrían muy rápido. Igualmente se divertían a
lo grande.
Una
tarde, charlando de esto y de aquello, Aurelio le dijo a su mamá:
-Mami,
quisiera buscar a esa colonia de mosquitos que vive del otro lado de la laguna,
pasando la arboleda, detrás de la loma.-
Aurelio
había escuchado por boca de los ancianos de la colonia, que sus ancestros
mosquitos tuvieron colores, que no fueron transparentes y que eso se debió a la
alimentación. Ellos sostenían que tantos años de alimentarse mal, les había
hecho perder el color por completo. Los ancianos contaban que sus tatarabuelos
habían sido vegetarianos o algo así. Además aseguraban que, del otro lado de la
laguna, pasando la arboleda, detrás de la loma, una pequeña comunidad seguía
viviendo como sus antepasados y no eran transparentes como la colonia de
Aurelio.
-Mami,
yo quisiera tener color ¿Vos qué pensás?
-Aure,
son leyendas, solo leyendas.
Esa
noche, la mamá y el papá conversando acerca de lo vivido durante el día, se
dieron cuenta de que su hijo se había
acercado a los dos con la misma inquietud: buscar esa colonia de la que no
paraba de hablar.
Los
papás se lamentaron por no haberlo escuchado mejor.
-Vieja,
mañana voy a conversar con Aure, debe ser muy importante para él esto de tener
color y buscar a ese supuesto grupo. –Dijo el papá afligido.
Les
contó lo que pensaba hacer a sus amigos: Matilde, Ignacio y Rosita. Ellos,
aunque no creían que existiese tal comunidad, acompañaron con alegría a su amigo.
Aurelio
hizo lo mismo. Fue hasta el jacarandá, chupó el juguito y le encantó el gusto
dulce y suave del néctar. Sus amigos, con los ojos más abiertos y redondos que
nunca por semejante sorpresa, se acercaron y tomaron de esa deliciosa sustancia
que les regalaban las flores. Además de gustarles mucho, se sintieron de pronto
con mucha energía.
¡Estaban
tan contentos! Además ahora, compartían la misma esperanza: no ser más
transparentes, poder verse completamente, no como hasta ahora que apenas si se
distinguían entre ellos algunos rasgos.
Mientras
disfrutaban de esta alegría, volaban por aquí y por allá, por allá y por aquí,
cantando una copla recién creada. Decía así:
“Dicen
que mucho ando,
Pues
andando llegué aquí. ¡JÉY!”
Hasta
que Matilde dijo: -chicos, ¿Saben por dónde estamos?-
A lo
que Ignacio respondió: -Ni siquiera me imagino. Pero… Vos sabés volver. ¿Verdad
Aurelio?-
Nadie
tenía la menor idea de cómo regresar a casa. Así anduvieron varios días
perdidos.
Pero
¿saben qué? Ellos seguían tomando el néctar de cuanta flor encontraban y cada
día que pasaba, por efecto de su nueva alimentación, iban adquiriendo “color”.
Estaban cada vez más hermosos, también más tristes porque extrañaban mucho. Por
momentos desbordaban de alegría, luego se entristecían y después se enojaban
por no poder encontrar el camino de regreso.
En
uno de esos momentos de enojos, Matilde, Ignacio y Rosita, se olvidaron de que
ya no eran transparentes y se pusieron a hacerle burla a una iguana. Cuando la
iguana estuvo a punto de cazarlos. Aurelio voló veloz hacia ella y comenzó a
zumbarle muy cerca de las orejas hasta cansarla. Imagínense como se puso la
iguana. ¡Qué cosa molesta que te zumben en la oreja!
Luego
se escondió detrás de la oreja izquierda de la, ya malhumorada iguana, se quedó
quieto, muy quieto y callado. Tenía que aguantar lo necesario para que mientras
la iguana buscaba al autor de ese ruido molesto, sus amigos pudieran librarse y
enseguida, también él escapar.
Aguantó,
aguantó, aguantó más quieto que rulo de estatua y cuando vio que sus amigos
estaban fuera de peligro, Aurelio también voló. Voló lo más rápido que pudo
hasta caer en brazos de su mamá, que recién
había llegado, luego de una larga búsqueda.
No
hubo muchas palabras. Se miraron y se quedaron un largo tiempo abrazados. Para
su mamá, los nuevos colores de Aurelio, enmarcaban la belleza que tenía su
hijo. Lo vio tan bonito, como siempre lo había visto ella.
Junto
con la mamá y el papá, vinieron muchos mosquitos rescatistas, quienes improvisaron
un pequeño campamento para pasar la noche.
Durante
la fogata nocturna, los cuatro amigos contaron sus aventuras y cómo Aurelio los
había salvado con su astucia.
Papá
y mamá mosquito estuvieron muy felices por estar nuevamente junto a su querido
hijo y saber que había aprendido muy bien una lección que le salvó la vida a él
y a sus amigos:
“Hay
un momento para cada cosa: Un momento para reír, un momento para jugar, un
momento para saltar, otro momento para hacer chistes; pero también hay momentos
para callar y momentos en los que estarse quietos puede ser de ayuda a nosotros
y a los demás.”
Antes
de dormirse, Aurelio les dijo: -Mamá, papá, perdón por irme sin avisar.
Ellos
le contestaron: -Te queremos Hijo, que tengas dulces sueños.-
Las
miradas de mamá mosquito, papá mosquito y Aurelio, se unieron en un silencio
amoroso y luego volvieron a desearse buenas noches.
Así
fue, como a partir de ese momento los mosquitos comenzaron a alimentarse del
néctar de las flores y a adquirir color. En un principio eran multicolores,
como el caso de Aurelio, debido al cambio brusco en la alimentación. Luego
fueron atenuando sus tonos, hasta el día de hoy en que se los ve generalmente
en tonos marrones.
Las
mamás también son marroncitas pero solo por herencia de sus papás. Ellas, no
pudieron cambiar su alimento, porque necesitan alimentar a sus larvas con proteínas
que las ayuden a desarrollarse.
Si alguna vez escuchan a un mosquito cantar,
pongan mucha atención, podría ser la copla de Aurelio que fue pasando de
generación en generación. Y dice así:
Pues
andando llegué aquí. ¡JÉY!
Cuida
siempre
Tu
alegría,
Te ayudará
a crecer así. ¡JÉY!”
¡Colorín, colorado,
este cuento ha terminado!
1* (el término mosquito fue introducido en el castellano hacia 1400 . El mismo probablemente deriva
del italiano moschetto, pequeña flecha lanzada desde una especie de ballesta.)
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